domingo, 6 de abril de 2014

Lo encontré

Ese día el sol brillaba en lo más alto del cielo, pero los árboles de aquel frondoso bosque conseguían mitigar el calor, los pequeños animales correteaban buscando comida, las aves se posaban en los árboles para alimentarse y para que el sol no les quemara las alas.
Un niño caminaba en medio de ese jolgorio, parecía interesado en encontrar algo, miraba al suelo en todo momento, incluso en alguna ocasión tuvo que esquivar un árbol con el que estaba a punto de chocar con su cabeza.
De pronto una ardilla que saltaba de árbol en árbol y que andaba casi tan distraída como él, chocó contra su espalda, él sin inmutarse continuó caminando, la ardilla medio atontada, en el suelo, boca arriba fue despejándose, al ponerse en su posición habitual corrió detrás de su “muro de choque”, sin miedo a que el niño la pudiera atrapar. Al llegar a su altura se paró delante de él, el niño estuvo a punto de pisar ese pequeño cuerpo, pero fue suficientemente rápido como para que su pie esquivara a la pequeña ardilla.

Se miraron fijamente y el niño se agachó para verla más de cerca, el rostro de la ardilla demostraba total confianza y no se apartó lo más mínimo cuando el niño intentó cogerla, sino que cuando su mano se acercó esta se subió a ella y se agarró fuerte. El niño sorprendido se puso en pie y se acercó la ardilla a la cara, sintiendo que en su oído escuchaba: “lo encontré”, no pudiendo dar crédito a lo que escuchaba en medio de la soledad humana de aquel bosque, se acercó la ardilla a la oreja y volvió a escuchar: “lo encontré”. El niño sin saber muy bien a quién preguntaba, dijo: “¿qué encontraste?”. La respuesta fue: “a ti”. El niño no daba crédito a lo que estaba ocurriendo y dijo: “¿Qué buscabas?”, la respuesta fue la misma: “a ti”. El niño dijo: “¿Por qué me buscabas?” y escuchó: “Necesito de tu amor, de tu cariño de tus cuidados, de tus caricias… Te quiero y te necesito”. El niño miró a la ardilla pensando: “me he vuelto loco, los animales no hablan”, al instante salió de detrás de un árbol la madre del niño, ella era la que había soltado a la ardilla que estaba amaestrada, era la que había respondido a las preguntas… esa era la voz que el niño escuchaba tantas veces, pero que no supo reconocer.

lunes, 26 de julio de 2010

El cristal de colores

Un niño caminando por un bosque cercano a su casa, vio brillar en la orilla de un arroyo un pequeño trozo de cristal, cuando se acercó se dio cuenta de que sus bordes estaban suavizados gracias a la erosión, debió llegar allí tras un largo recorrido y su choque con las piedras y las vueltas dadas en el agua le habían pulido dejándole esa forma.


El niño recogió el cristal, lo levantó e hizo que la luz del sol pasara por él, descubriendo así una gama de colores espectacular. Regresó a su casa y antes de guardarlo en su caja de tesoros decidió escribir lo que había sucedido para que no se le olvidara.


Pasaron los años, el niño creció y antes de salir del pueblo para irse a estudiar, abrió la caja de sus tesoros, descubriendo una hoja de papel que envolvía un trozo de cristal, en la hoja estaba escrita una historia en la que contaba lo que había ocurrido el día que encontró ese cristal y lo que había sentido al descubrir los colores que se formaban al pasar la luz del sol por él. Recordó al leerlo que cada color le había traído un momento o personas importantes de su vida: su nacimiento, sus padres, el día que se le cayó el primer diente, el nacimiento de su hermana pequeña, el partido que había ganado con su equipo, la gran nevada de aquel invierno.


Todo lo leído le hizo pensar en que los grandes tesoros no están en lo que tenemos, sino en lo que hemos vivido y en lo sencillo que nos encontramos.


El joven decidió llevarse ese cristal, porque a partir de ese momento, le recordaría lo importante que es saber vivir la vida, disfrutar de los buenos momentos y saber encontrar cada día los tesoros que aparecen en el camino. Él lo había encontrado, pero no en el cristal sino en su interior.